Hermann Broch o el esteta absoluto
por Abel Posse
| Publicado el 17/07/2002 | Ver el número en PDF
Comparado
con Joyce, Proust y Thomas Mann, pocos autores del siglo XX pueden
compararse con el austriaco Hermann Broch (1886-1951), autor de un
clásico tan esencial como olvidado, La muerte de Virgilio. Ahora que la editorial Adriana Hidalgo está a punto de publicar El maleficio,
sobre los orígenes del nazismo, el escritor argentino Abel Posse,
recientemente nombrado embajador de su país en España, traza el perfil
del novelista.
Broch
es todavía un desconocido fuera del ámbito de la literatura germánica.
No tiene la fama que merece, pero su prosa se afirma en la lenta
progresión de las valoraciones y se sitúa como una de las mayores obras
del siglo XX, junto con las de Joyce y Proust.
Cuando Thomas Mann leyó La muerte de Virgilio
no vaciló en declarar que se trataba “del poema en prosa más importante
escrito en lengua alemana”. Extraña honestidad de un escritor
comprometido con la narrativa tradicional. Para Aldous Huxley, Broch fue
la mayor revelación y conmoción. El británico, narrador de costumbres y
de su época, quedó maravillado ante la eclosión de este talento capaz
de abolir las fronteras tradicionales de la novela y pasar de la prosa
al drama y al poema, como momentos necesarios y nunca antagónicos de la
realidad de nuestra vida. Para Hannah Arendt, sería el novelista que
pudo llegar más lejos en la reflexión acerca de la enfermedad social de
su siglo en relación a la existencia individual.
Hermann Broch
había nacido en 1886, en una de las pocas grandes familias judías
aceptadas por la aristocracia. Se formó como ingeniero y durante un par
de décadas se limitó a dirigir la fábrica textil de la familia. Se
convierte al catolicismo y se casa con Franziska von Rothermann, casi
como un intento de no seguir su vocación, sus pasiones literarias. Su
sensibilidad y su talento lo aproximan a aquella Viena deliciosamente
decadente, en aquel Imperio Austro-Húngaro condenado a fenecer entre las
presiones feroces. Es la Viena de los grandes músicos; de los palacios
adustos construidos como desafío de permanencia; de aquellos cafés donde
el joven industrial conocería a Musil, a Kafka, a Rilke. Una Viena
infinita, desde el nacimiento del psicoanálisis hasta la noche sin
término de sus Kabaretten y burdeles sofisticados. La Viena que se
despedía del Imperio vencido y donde la cultura era la última llamarada
de grandeza. Esa fuerza vital que ya se aleja del materialismo y busca
en el desorden y las aventuras estéticas el renacimiento todavía lejano.
La
guerra del 14-18 significará el punto final, la convulsión decisiva.
Broch se divorcia y casi a los 40 años se dedica por completo al arte, a
sus estudios, al mundo de la noche vienesa. Vive un romance con Milena
Jesenska y conoce a una de las femmes fatales más famosas, la
periodista Ea von Allesch, de extraordinaria belleza. Abandona a Milena,
que caerá en el laberinto sombrío de Franz Kafka, por entonces un
desconocido escritor del grupo sionista de Praga. Ea von Allesch era
llamada “la reina del Café Central”. También amante de Musil, equivalía a
una hetaira griega, capaz de la refinada cultura que exigían los salones de esa Viena.
Broch comienza su obra más conocida por impulso de ella, que le dará fama europea: Los sonámbulos.
Una trilogía excepcional donde a través de tres personajes
paradigmáticos, sintetiza la decadencia de Alemania (y Austria) entre
1880 y 1920. Es un tácito homenaje a Spengler y, a la vez, una
inhabitual visión de la crisis política interpretada desde la cultura y
la crisis de valores. Junto con Los Buddenbrook y El hombre sin cualidades
de Musil, serán las tres obras en las que la germanidad presintió y
descubrió los gérmenes de la decadencia que llevaría a la voluntad de
renacimiento salvaje del nazismo y del fascismo, como el último momento
catastrófico de un único proceso. El romance con Ea von Allesch, que le
llevaba once años, se disuelve en continuos altercados y se separan. En
1927 concluye la trilogía en la que Ea será rescatada en el personaje de
Ruzena.
Concluida su obra, Broch comprende que recién comienza
su gran apuesta estética. En esas tres grandes novelas, las suyas y las
de Mann y Musil, prevalece la descripción de la decadencia y el pesado
paso de la narrativa. Lo real y lo racional excluyen la vivencia
profunda, poética. Broch, cuando ya está en los primeros esbozos de su
novela mayor, La muerte de Virgilio, está seguro de ir mucho más lejos de su admirado Joyce. Así lo escribe en sus cartas. Su Virgilio será la obra más alta y estéticamente la más compleja del siglo. La grandeza de Joyce es verbal. El Ulises
es un realismo descompuesto cúbicamente, un puzzle magistral. Broch
hubiera coincidido con Borges, sin dejar de admirar el poeta indirecto,
transversal, que era la fuerza más descuidada y más notable de Joyce
como escritor.
Broch se aboca a su esfuerzo supremo, liberado del
encantador torbellino erótico de Ea y unido a la señorita Anna Herzog,
que es una excelente secretaria con proyección hacia el tálamo. Todo
está preparado para el ascenso a la cumbre. Se propone cumplir con su
visión de máxima exigencia: “El arte que no es capaz de reproducir la
totalidad del mundo no es arte”. Y aquí el punto central de la reunión
de nuevas formas expresivas en necesaria vinculación con el conocimiento
de lo nuevo: “Escribir poesía significa adquirir el conocimiento a
través de la forma. A todo nuevo conocimiento sólo se puede acceder a
través de nuevas formas. Esto significa necesariamente el extrañamiento y
alejamiento de público tal como se lo entiende”.
Pero ese monstruo que tanto temiera, la Historia, destruye su propósito. Los nazis invaden su Austria y el mismo día del Anschluss,
Broch es recluido por la Gestapo en la prisión de Alt Aussee. Nunca
quiso Broch detallar aquellos quince días en manos de la Gestapo. Llamó
simplemente “el infierno” a esa experiencia y nunca contó cómo se había
salvado. Escribió una serie de elegías que luego integrarían los poemas
referentes a la muerte en su Virgilio. Habló de los ahorcados movidos por el viento en la cárcel de Alt Aussee.
Sin
duda su alta posición económica y social en la comunidad judía lo
ayudó. La ayuda de Joyce y posiblemente la de Einstein lograron que se
le diese el visado salvador. Se exilió en Escocia, en la casa de su
traductora al inglés, Willa Muir, y luego viajó a Estados Unidos
inaugurándose en la experiencia de la pobreza. Su breve fama literaria
europea lo ayudó poco. Estados Unidos le resultó una cultura exótica,
salvaje, que ayudaba pero te dejaba en soledad.
Sin embargo en
esos años amenazados (él creía que el fascismo se extendería a toda
Europa, Gran Bretaña y Estados Unidos), empezó su mayor aventura, el
desafío de librar a la literatura de la decadencia espiritual europea
(Proust, Joyce, Musil, Mann) y alcanzar un renacimiento y apertura de
lenguaje volcado tanto a la existencia como al misterio cósmico. Quiere
escribir en la grandeza clásica de Hülderlin, de Dante, de la tradición
homérica, del mismo Virgilio. Después del horror de la guerra se siente
que el gran arte, “el arte en su destino mayor” (como escribiera Hegel)
podrá sentar las bases para el renacimiento de una civilización
occidental corrompida. El exiliado en Princeton y luego en Yale siente
que una gran obra de arte es robarle espacio a la decadencia del mundo
que le tocó vivir. De alguna manera participa de la estética desesperada
-necesaria- que obsesionó a Baudelaire. La suprema revancha del arte
ante la extrema bajeza del crimen histórico.
La novela, si esta palabra se puede usar en el caso de La muerte de Virgilio,
será su empeño decisivo entre 1938 y el fin de la guerra, en 1945.
Broch ya no tendrá otra actividad. Un gran proyecto es como ingresar en
un claustro de cartujos. Por fin la obra fue concluida y editada en
EE.UU. en 1945 con apoyo de la Fundación Rockefeller, la beca Guggenheim
y del PEN club. (Para elogio de aquella increíble cultura perdida en
Argentina corresponde recordar que Buenos Aires fue la primera ciudad
del mundo que publicaría a Broch en 1946, tanto el Virgilio como Los Sonámbulos).
El personaje será el gran poeta romano Virgilio en las últimas dieciocho horas de su vida. Ya ha concluido La Eneida
y acompañando a Augusto retornan de Grecia al puerto de Brindisi. Allí,
en su agonía, vive la desilusión del arte. Ruega a sus sirvientes y
amigos que le ayuden a quemar esa obra que ya el mismo Augusto considera
“poema divino”. Broch, el judío exiliado en la pujante barbarie
estadounidense, une su agonía existencial con la del lejano Virgilio en
Brindisi. él, víctima del neopaganismo nazi, busca en el paganismo de
Virgilio una respuesta a la existencia, una comprensión del orden
cósmico, capaz de conciliar el absurdo, la crueldad, con la gloria de la
vida. El campesino de Mantua, el poeta próximo a los dioses antiguos
que moran en Virgilio, guía al desolado Broch a la sabiduría de saber
que la muerte es sumirse en ese éter primigenio. Saber morir es saber
desenvolverse al universo después del día de la vida. Sin esperanzas
metafísicas, sin amenaza de juicios o condenas atroces, sin peligro de
renacimientos.
Broch se transfiere a ese Virgilio agonizante que
siente que el arte no podrá vencer el plano de lo humano, del acaecer.
Nunca alcanzará la esfera suprema del misterio del Cosmos y del silencio
etéreo. (La descripción de Broch de la lenta entrada en la muerte de su
Virgilio constituye el más profundo pasaje de la literatura en prosa de
su siglo). Broch/ Virgilio avanzan hacia el misterio, hacia Lo Abierto,
lo inefable, los une el misterio de la palabra. Allí donde todo se
subsume como en la visión de Anaximandro: las cosas, los hombres, el
sueño de los dioses. Todos los entes allí se van anonadando, en los
resplandores del éter, según la ley inexorable del retorno. Broch/
Virgilio ven esfumarse en ese espacio final las naves de Augusto que
llegaron a Brindisi. Su vida y el mundo circundante se extinguen. El
pasado se reúne con el presente. Suavemente el Ser cubre la ilusión de
la vida inmediata. Lo abierto, donde todo lo creado retorna según la Ley
fundamental, va recibiendo en su silencio las pasiones humanas de Broch
y de Virgilio. El misterio final es una niebla iluminada pero
impenetrable, inefable en su centro. El tiempo se recobra en la
serenidad ante la muerte y el fin de las cosas. El arte y la poética de
Broch le acercaron una armonía de raíz búdica. El arte fue en realidad
el itinerario de una larga iniciación. Retener la ilusión o el maya de
lo real en obra de arte.
Hermann Broch, cumplido su destino de
creador, murió en 1951 de un ataque al corazón, muerte repentina,
ironía, que le impidió corroborarse ante sí mismo la “lenta extinción”
en el Todo que nos narró a través de Virgilio.